Archivos Mensuales: marzo 2016

Microrrelatos radiados: secretos inconfesables y creencias

Por si aún no sabéis cómo funciona nuestro taller literario radiofónico, prestad atención:

Cada semana elegiremos un motivo a partir del cual los participantes deberán escribir un microrrelato. Un buen motivo literario debe ser lo suficientemente específico para arrastrar a la imaginación y alentarla, espolearla, y a la vez lo suficientemente abierto como para ser enfocado desde un punto vista original por cada escritor.

Esta semana, vamos a tomar como motivo de escritura:

Creencias / religiones

Foto: Chema Madoz

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Las creencias y las religiones están plagadas de símbolos que pueden ser reinterpretados. También de hábitos, rutinas y rituales que se prestan a una relectura. El sentimiento de pertenencia a una comunidad, la individualidad y el gregarismo, el imaginario, los distintos tipos de liderazgo, todo ello podrían ser cabos de los que tirar a la hora de afrontar el ejercicio de esta semana.

Además, hay un conflicto que nuestros soleros van a tener que enfocar de una manera original: ¿qué hay detrás de las creencias de sus personajes? ¿Una mentira, una verdad, o algo imposible de verificar con la razón?

Ciencia versus religión, de Juan Rafael

Deambulando entre artilugios y aparatos extraños, el inventor insaciable probaba lentes varias buscando lo desconocido. Era la madrugada su momento ideal: infinitas luminarias refulgían en el espacio, captadas por aquel tubo especial que auguraba el más incierto futuro. Se le ocurrió comprobar lo que antes otros insinuaron con leyes fisico-matemáticas demostrables. No es la Tierra el centro universal sino el Sol el que dirige la orquesta. ¡Menuda teoría! Ahora, este paso de gigante le llevaría viejo y achacoso a los tribunales, perseguido y condenado hasta el fin de sus días.

 

El Dios Facebook, de Miguel Ángel Carmona

Cerró Twitter y abrió Facebook. El perrito se subió a su regazo y ella lo apartó de un manotazo. Le dio a “me gusta” a una foto de un cachorro abandonado que buscaba dueño y se levantó a por más helado. Al pasar por el salón, subió la tele. Comiendo su tercer cuenco, leyó el titular que su hermana había compartido: “Musulmán mata a su mujer por servirle la cena fría”. “Salvajes”, comentó acompañándolo de caritas enfadadas. Le pareció poco, así que añadió: “Después dicen que viene a integrarse. ¿Qué pintan en un país cristiano como el nuestro? En dos minutos había conseguido quince me gustas. Al fin se sentía parte de una comunidad”.

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Mala letra, de Sara Mesa

CARTEL SARA MESA

Ahora entiendo la verdadera importancia de la literatura como instrumento para iluminar algunas parcelas del funcionamiento del Universo sobre las que la ciencia, por mucho que se empeñe, sólo arroja sombras. Ha sido gracias a una frase que Sara Mesa (Madrid, 1976), le presta al narrador del primer cuento de Mala letra (Anagrama, 2016): “Actuaba sin prisa, como si el tiempo también estuviera obligado a amoldarse a su ritmo”. Miles de horas de esfuerzo de comunicadores científicos, periodistas y portavoces de prestigiosos institutos para intentar explicarnos en qué consisten las tan famosas ondas gravitacionales, y era tan sencillo como leer El cárabo (que así se titula el cuento). La materia deforma el tiempo y genera ondas que a su vez deforman el espacio: así pretendían hacérnoslo entender los científicos. El eje temporal, su fluir, sufre modificaciones a medida que vamos acercándonos al personaje: así se manifiesta en la literatura. Por eso, las cuatro dimensiones no sólo son perfectamente aprehensibles en literatura —varias subtramas, sincrónicas o diacrónicas, pueden avanzar a la vez en el libro y en nuestra mente—, sino que son la base de la geometría con la que trabaja el escritor. Las ondas gravitacionales son esas vibraciones que recorren las páginas de los buenos textos, como los que componen Mala letra, y que atraviesan al lector sin que éste tenga necesidad de preguntarse sobre su naturaleza.

Esta reseña no pretende destripar el argumento de los cuentos, uno por uno, como si ello pudiera ayudar al lector a hacerse una idea del todo, o como si los argumentos de los cuentos, en sí, importaran algo en realidad. En mi opinión, los argumentos no son más que excusas, más o menos brillantes, para hablar de lo que realmente queremos, a veces a nuestro pesar. Esos, que son los temas del escritor y que normalmente le acompañan a lo largo de toda su vida, son como el aeropuerto en el que el piloto no es capaz de aterrizar, a veces por el viento, otras por la mucha altura, otras porque la niebla no deja ver la pista. El piloto, no obstante, no deja de intentar aproximarse desde mil ángulos distintos, con distintas velocidades, y envejece a los mandos del avión hasta que un día, probablemente, se da cuenta de que jamás ha despegado, que siempre ha estado sentado frente al cuaderno en el que escribe el cuento del piloto que no es capaz de aterrizar.

El tema de la Sara Mesa que yo he leído es la culpa. No hay cuento que no trate de ella: la culpa de la profesora a la que aterra su sentimiento de superioridad sobre el alumno tetrapléjico; de los conductores implicados en un accidente; de la adolescente criada por quién usa la culpa para oprimirla, para hacerla sentirse sucia; la culpa de la niña que es víctima de un robo y un abuso y que es, en realidad, la culpa del humillado; la ausencia de culpa del monstruo. Ya lo fue en Cicatriz, con su constante reflexión sobre la ética del robo, del mantenimiento de una relación clandestina, de la índole de esa relación teniendo en cuenta que no era física; la culpa, siempre como trampa, como ladrón emboscado que solo asalta a quién teme ser asaltado mientras el resto de la humanidad pasea tranquila en aparente paz con su conciencia.

Pero esa humanidad en paz no le interesa a Sara Mesa, como a Flannery O’Connor no le interesaban los personajes que no tuvieran su propia concepción de bien y el mal y estuvieran dispuestos a actuar en consecuencia. A ellos nos recuerdan algunos de los de Mala letra: el viejo de Nada nuevo, al viejo Dudley de El geranio o, más bien, quizá, al viejo Tartwater, por lo de alcohólico y ermitaño. La hermana pequeña de Nosotros, los blancos, que ya en el título evoca otro de los temas de Flannery, tiene trazas de Nelson, el niño que acompaña al abuelo a la ciudad en Un negro artificial. Y es que los personajes de Mala letra se sienten extraños en la urbe, como los de Flannery, porque proceden de la periferia —como la propia autora ha dicho en alguna entrevista— y no casan con el arquetipo de provinciano que desea emigrar a la ciudad para convertirse en alguien y, de paso, ponérselo fácil al escritor con una historia de superación y crecimiento. No. Ellos quieren seguir viviendo en el pueblo, pero viajan a la ciudad porque no les queda otra. Pero tampoco son utilizados como extraterrestres que sirven para reflexionar sobre la vida en la ciudad desde una perspectiva no contaminada. Tampoco cae en ese tópico. La ciudad no es más que la jungla cuya atmósfera sirve para que los personajes se definan en relación a su entorno y no sólo en relación a la opinión que ellos tienen de sí mismos: una especie de viaje interior a su pesar.

En el plano formal, hay dos relatos que destacan: Nada nuevo, no sólo por el hecho de que alterne un narrador omnisciente, con el diálogo de dos personajes, uno de los cuales es el propio narrador omnisciente, sino porque el diálogo influye en el discurso del narrador generando una de esas ondas gravitacionales que permiten viajar en el tiempo. Y también Papá es de goma, en el que un narrador de focalización múltiple (vecina-niño pequeño) nos ofrece una visión ciertamente objetiva de una situación familiar terrible, manteniendo, en virtud de la equisciencia de ambos focos, la tensión hasta el último momento. Quizá demasiado, porque en ambos relatos las razones que llevan a sus protagonistas a actuar como lo hacen no dejan de ser un misterio en ningún momento, una decisión tomada probablemente para no cruzar la barrera de la omnisciencia pero que afecta a la capacidad del lector para empatizar con ellos. Son, no obstante, acciones dramáticas completas que no dejan la sensación de no acabado, sino más bien de vacío, oscuro y atrayente.

El resto: Mármol, El cárabo, Apenas unos milímetros, etc., y sobre todo Creamy milk and crunchy chocolate y Picabueyes, son cuentos perfectos protagonizados por personas normales pero extraordinarias a la vez que, al terminar el texto, continúan con su vida de la misma manera que hicieron antes de él. Y lamento no poder describirlos de una manera más sesuda, pero es que son eso: fracciones de realidad captadas por una mano que quizá siga teniendo Mala letra, pero que tiene un pulso de francotirador para trazar con carboncillo y difumino la conciencia de sus personajes.

Miguel Ángel Carmona

Director del CELARD

Microrrelatos radiados: la infidelidad y los secretos inconfesables

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Esta semana, vamos a tomar como motivo de escritura:

Secretos inconfesables

Foto: Chema Madoz

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Dijo el escritor Jim Thompson que hay 32 maneras de escribir una historia, pero solo una trama: nada es lo que parece. Toda buena trama es, en relidad, un secreto que se revela, unas veces poco a poco, otras súbitamente, unas por completo, otras, a medias, dejando en la mente del lector un puñado de interrogantes.

Un personaje con un secreto inconfesable es como un Fugu, ese pez venenoso que se cocina en algunos restaurantes japoneses, y que, de preparse de la manera incorrecta, puede ser mortal, pero que es considerado un manjar por los valientes que se atreven a probarlo.

Su secreto no debe oscurecer al resto del personaje, sino arrojar luz sobre su forma de entender el mundo. No debemos conocer el secreto a través del personaje, sino al personaje a través del secreto.

Sic transit gloria mundi, de Ricardo Álamo

El leve crujir de la viga de la que cuelga su padre; el intenso olor a tabaco; la botella de ginebra medio vacía; el libro de Cernuda tirado en el suelo; la foto de su boda partida en dos; la luz difusa de una lámpara de mesa; la tele apagada, sin vida…

El niño siente un enorme desasosiego. Con casi aprensión o asco, se acerca más al cuerpo rígido de su padre. Primero le toca las medias rojas de seda. Luego, haciendo un ligero escorzo, mira por debajo de la minifalda que lleva puesta.

 

El puente de los suicidas, de Miguel Ángel Carmona

El rehabilitador se aplica a los muslos inertes e insensibles y, mientras tanto, le sonríe y le habla sobre su novia. Después lo viste y lo acicala. No es tarea suya, pero le cae bien el viejo, siempre con esa expresión de paz en su rostro. Siempre, menos cuando mueve la cama y lo acerca a la ventana para que pueda ver el río en este tramo tan bonito. ¿Te gusta el río, verdad?, le pregunta mientras le acaricia el pelo. Una vez solo, frente a la ventana, el viejo ni siquiera podrá mover el cuello para desviar la mirada del puente de los suicidas.

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Sara Mesa viene al Club de Lectura Viva para charlar sobre Mala letra

El 1 de abril recibiremos en el Club de Lectura Viva a Sara Mesa para que nos hable de su último libro, Mala letra. El encuentro tendrá lugar en la librería Universitas, a las 19:45 y está abierto …

Origen: Sara Mesa viene al Club de Lectura Viva para charlar sobre Mala letra

Microrrelatos radiados: el viaje y la infidelidad

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Esta semana, vamos a tomar como motivo de escritura:

la infidelidad / los celos

Chematramparing

Foto: Chema Madoz

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La infidelidad y su contrario, los celos, como paso previo —que en ocasiones se convierte en detonante— a esa infidelidad, son el material por excelencia de las historias que, sobre todo el cine, nos cuenta hoy. La literatura contemporánea acude a este tema en menor medida, seguramente por lo complicado que resulta escribir algo que no esté ya escrito.

Por eso el de esta semana es un reto para los más atrevidos, para quienes no se conforman con la primera idea que les viene a la cabeza, para quienes son capaces de construir personajes con los que, probablemente, nos cruzamos a diario, pero que son difíciles de penetrar y comprender a simple vista.

Para escribir a partir de este motivo hay que alejarse de los arquetipos y caminar decididamente hacia un personaje —al menos uno—, profundo, que cambie a lo largo de las 100 palabras del micro. Para ello, ni una sola de esas 100 tiene que estar escrita en balde.

Un hombre honrado, de Manuel Menéndez

Vivir a lo grande de los bienes gananciales nunca fue su objetivo, había sido una enamorada fiel hasta hoy, me confesó entre lágrimas mientras yacíamos exhaustos y desnudos. Tras meses de aburrida vigilancia, aquella tarde le había desvelado el encargo de su millonario marido, y tras la desconfianza e incredulidad, llegó la rabia que dio paso al sexo salvaje. Me vestí contemplando su joven y hermoso cuerpo. Después, le disparé a quemarropa y salí del hotel. El viejo me pagaba por saber si ella tenía un amante, cierto, pero también por matarla si lo descubría, y yo era de los pocos detectives honrados que quedaban en la ciudad.

 

Corazón caliente, de Miguel Ángel Carmona

Amar allí era como dar a luz en una tumba, pero le mantenía el corazón caliente. Al amanecer formaron largas hileras en el patio. A pesar del agotamiento, la fiebre y el frío, Isaac buscó la mirada de Klaus, hoy esquiva. Lo veía demasiado pegado al prisionero de atrás, le pareció que en algún momento juntaban sus manos. Reconoció al otro. Eran compañeros de litera. Las piernas se le aflojaron. No estaba dispuesto a tolerar ese juego un día más. Hablaría seriamente con Klaus por la noche, si es que aguantaban vivos hasta la noche, claro.

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